DARIO

Amanecía, y Darío esperaba el despertar. 
No era un muchacho agradable a la vista, simple, era callado y no mostraba interés en esconder su indiferencia hacia los demás, daba la im
presión de estar siempre en las nubes y bajo su piel transparente y aun joven se escondían los mismos frutos de la soledad.

Su familia vivía en otra ciudad, se mantenía a si mismo con las ganancias de su trabajo de medio tiempo; 
vivía solo, 
            comía solo,    
                        caminaba solo,   
                                           dormía solo,    
                                                      y realmente hablaba solo.

Suena el despertador, mira a su alrededor y exclama de forma contundente —¡Buenos días!—, tras un corto suspiro se dirigió a su vacío apartamento y ordeno —¡Hazme el desayuno!—; seguido de esto estrepitosamente corrió a la ducha, y no dio tregua al silencio de responder.
En menos de cinco minutos ya estaba vestido. 

Divisó decepcionado la mesa vacía de la cocina y sus tripas resonantes le ordenaron resolverlo; examinó en qué podría consistir su desayuno: huevos, queso, no le quedaron mogollas del día anterior, calentó el chocolate y sentándose a la mesa colocó todo meticulosamente para el ritual. 
Cuando había ya terminado se sentía mucho mejor, su hambre había desaparecido, todo estaba nublado, sus sentidos, sus ojos y su apartamento. Notando que llegaría tarde al trabajo pegó un salto e inexplicablemente consciente salió, dejando en la mesa el desayuno servido. 

Dejó su apartamento un sábado 30 de febrero, a las 7:30 de la mañana.

Exasperado espetaba maldiciones entre las eternas escaleras intentando llegar al primer piso sin éxito, estaba sofocado y la hora pico era un caos, sus vecinos salían afanados y bajaban en marcha haciendo retumbar el edificio. Se sostenía estruendosamente de lo que lograra alcanzar su mano mientras sus piernas se enredaban y confundían, había algo que no estaba bien. 

Se apresuró a pedir ayuda pero ningún sonido salió de su boca, llevándose las manos a la cara noto que no había nada, no tenía boca, no tenía labios, no tenía voz; qué haría ahora, sin poder hablar qué le diría a su jefe. No quería llegar tarde al trabajo, así que con demasiado esfuerzo y sin perder mucho tiempo bajó las escaleras llegando afuera a trastabilladas. 
Cae y encontrándose incapaz de levantarse pidió ayuda a gritos; aunque nadie podía escucharlo, lo veían, lo estaban observando detenidamente, no apartaban sus ojos de él hasta que se alejaban lo suficiente y a nadie parecía importarle.

—¡Ayúdeme, ¿acaso no ve la hora que es?!  —  Suplicaba constantemente sin resultado alguno, mientras se arrastraba hasta el semáforo, con la ropa hecha jirones. 

Duró un tiempo meditando en el tipo de vida que podría tener desde ahora, aún estaba a tiempo, cuando estaba decidido a seguir su camino agachando la cabeza para mirar la hora, se fijó en el infinito vacío que ahora era la calle, las casas y su cuerpo que no lograba distinguir entre lo demás. Ya no distinguía y era mucho peor que no poder hablar o ser escuchado.

No encontró nada para sostenerse y se entregó al vacío, no sabía dónde estaba y a dónde iba. Solo flotaba, todo el humo que tenía adentro salía sin avisar de su cuerpo; durante un segundo recobró la vista y cuando vio hacia abajo a todas las personas sacando sus paraguas Darío se extinguió en una gota. 

A las 7:45 de la mañana, un sábado 30 de febrero, Darío cubría la ciudad y daba señales de tormenta.

Camila Espinoza 2020

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Dario

Un personaje que se encuentra sumergido dentro de su cercanía a las drogas y lentamente se describe su forma de percibir el mundo y como el mundo Read More

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